noviembre de 2018
¡Déjenlos entrar! ¡Asilo para los
refugiados!
¡Plenos derechos de ciudadanía para
todos los inmigrantes!
¡Movilización obrera para defender a los migrantes contra
ataques racistas!
Con la caravana de los
trabajadores internacionales
La caravana saliendo de Tapachula, el 21 de octubre.
Por Ulises Méndez
Redactor, Revolución Permanente
Más fotos de la caravana están disponibles en https://www.flickr.com/photos/internationalist4/.
“¿Y la ‘vida mejor’ que prometió Juan Orlando, dónde está?”, pregunta con coraje Antony Álvarez, uno de los miles de jóvenes centroamericanos, mayoritariamente hondureños, que conforman la caravana que pretende llegar a la frontera sur de los Estados Unidos. Estamos conversando mientras caminamos en la carretera entre Tapachula y Huixtla, el día después de la entrada de la caravana a México. Él se refiere a Juan Orlando Hernández Alvarado, conocido como JOH, que hace un año impuso su reelección como presidente de Honduras con toletazos, gases y balas. Aún antes de eso, el país ha estado acosado por niveles estratosféricos de pobreza, desapariciones y asesinatos policíacos, y uno de los más altos índices de homicidio en el mundo. Se trata de las secuelas del golpe de estado de 2009, realizado con el beneplácito de Washington. Hoy se está cosechando sus frutos, que causan miedo, y siembran ira.
“Nosotros buscamos una manera de salir adelante en Honduras”, comenta Antony, “pero no se puede, por eso decidimos emigrar, ya no se puede vivir allá. No puedo seguir viendo a mi familia sufrir por hambre. Ya no aguantamos eso. Queremos salir adelante, queremos otra vida”. Entonces, la “vida mejor” que prometió en campaña el reelecto presidente hondureño, “la vamos a buscar por nuestro lado, porque allá no hay”.
Tiene 24 años, una hija de tres y su madre y sus hermanas no tienen trabajo; el único que tenía trabajo era él, como empleado en Diunsa, una tienda departamental, pero lo despidieron luego de tres años. Por eso, cuando se entera por televisión de que saldrá una caravana hacia Estados Unidos desde San Pedro Sula –la ciudad industrial de Honduras–, convoca a sus amigos en Facebook y a los más cercanos los llama por teléfono. Ocho dicen que se sumarán, pero al final sólo vienen tres. Les ganó el miedo, dice. Él también tiene miedo, pero se atenúa cuando avanza arropado por los miles de jóvenes que, como él y sus amigos, avanzan en caravana ya por carreteras chiapanecas luego de romper el cerco con el que el gobierno mexicano pretendía detenerlos en la guardarraya, la frontera con Guatemala.
La verdad es que no tuvo que pensárselo mucho para abandonar Honduras, el segundo país más pobre del continente donde el setenta por ciento de la población es pobre, donde ni el diez por ciento tiene estudios superiores y después de los treinta años es casi imposible conseguir empleo, para ya no hablar de un sistema público de salud devastado. Y, como él, todos los que vienen en la caravana: desempleados, jornaleros agrícolas, albañiles, campesinos arruinados, profesionistas que no encuentran trabajo, autoempleados –empresarios, según el presidente hondureño–, niños que no cumplen quince años, familias enteras con bebés. Huyen del hambre, del desempleo, de la delincuencia y del gobierno.
En el continente, sólo Haití es más pobre que Honduras: más del 65 por ciento de la población vive en la pobreza, 19 por ciento en pobreza extrema, con menos de dos dólares diarios. Tiene los niveles más altos de desigualdad económica de Latinoamérica, pues el 40 por ciento más pobre de la población hondureña recibe apenas el 10 por ciento del producto interno bruto (PIB), mientras que el 10 por ciento más rico recibe el 40 por ciento del PIB. El subempleo alcanza el 60 por ciento. La agricultura, la principal actividad económica, ha sufrido un retroceso tras el desplome en los mercados internacionales del precio del plátano y del café. Para ya no hablar de los destrozos causados por el huracán Mitch en 1998, que ocasionó la perdida de la infraestructura construida en los 50 años previos, de cultivos, y miles de muertos y desaparecidos; y del saqueo por parte de las mineras estadounidenses y canadienses que despojan a la población nativa de sus recursos.
A eso hay que agregar los estragos de las guerras civiles, golpes de estado y gobiernos autoritarios impuestos por el imperialismo que han sacudido el “triángulo norte” de Centroamérica durante casi cuatro décadas, o sea la vida entera de los caminantes. A los escuadrones de la muerte de la década de los 1980 les siguieron las maras, pandillas iniciadas por deportados de los Estados Unidos, como el MS-13 y Barrio 18. Estas bandas no pueden operar sin el aval de las fuerzas armadas y la policía archicorrupta, pertrechadas por EE.UU. Después del golpe de junio de 2009, que recibió luz verde del gobierno de Barack Obama, hubo una ola de desapariciones y homicidios, los cuales llegaron al 86 por cada 100 mil habitantes en 2011. Aún habiendo caído las cifras a la mitad (43/100.000) el año pasado, Honduras sigue siendo uno de los países más mortíferos del mundo. Luego vino la elección de noviembre de 2017, cuando se reprimió con saña las protestas contra el descarado fraude electoral (se dejó de informar de los resultados durante 36 horas cuando el candidato opositor pasó a tener la ventaja). Hubo al menos 22 civiles muertos, y más de 1,300 detenciones arbitrarias, según las Naciones Unidas, muchos más según la oposición. Poco después, sale la primera gran caravana de 2018.
Manifestación contra el robo electoral, Tegucigalpa, el 18 de diciembre de 2017. Saldo de la represión: 22 civiles muertos y más de 1,300 detenciones. Después del sofocamiento de las protestas comenzaron las caravanas.
“No somos criminales, somos trabajadores internacionales”
“No hay oportunidades de trabajo, no sirve de nada estudiar porque al graduarse no hay trabajo”, afirma Luis Maldonado, quien estudió hasta el bachillerato y para sobrevivir aprendió el oficio de barbero, pero no le ajustaba. Asegura que nadie los azuzó para abandonar Honduras, como dice el gobierno de su país o Donald Trump. “Simplemente no aguantamos: los impuestos están demasiado altos, la economía está demasiado baja, la canasta básica está súper alta; realmente lo que ganamos en Honduras sólo nos ajusta para el bocado de cada día y para nada más”. “La situación está pésima, el gobierno es corrupto, ha saqueado el seguro social, ha saqueado un montón de entidades que eran para beneficiar al pueblo. Tenemos un gobierno corrupto que nos oprime, nos sigue y no nos deja ser libres, como está establecido en la Constitución”. “Si algún político nos fuera apoyando, aquí todos iríamos cómodos, pero mira la situación en la que vamos”: son varias horas ya de caminata bajo un sol que quema.
A estas alturas de la caravana todo mundo trata de explicarse qué fue lo que pasó, cómo fue que una caravana más de las muchas que salen de Honduras hacia arriba –al menos 30 en los últimos 15 años–, que inició con unas 600 o 700 personas aglutina ya, en territorio chiapaneco, a unas 7 mil, y cientos más vienen en camino para alcanzarla. El gobierno hondureño ha culpado como instigador de la caravana a Bartolo Fuentes, del Partido Libertad y Refundación (Libre), agrupación de la “progresía” burguesa que surgió tras el golpe de estado que depuso el 28 de junio de 2009 al presidente liberal, el terrateniente Manuel Zelaya, primero como Frente Nacional Contra el Golpe de Estado para exigir la restitución de Zelaya al poder y, al no conseguirlo, después como Frente Nacional de Resistencia Popular para regresar al poder a Zelaya a través de las urnas. Sin éxito.
Juan Orlando Hernández ha dicho incluso que la caravana fue convocada por “grupos radicales de izquierda”, pero nada que ver. El mismo Bartolo Fuentes había “acompañado” ya a una caravana de migrantes el pasado marzo, que salió de la ciudad de Tapachula a Tijuana, organizada por Pueblo Sin Fronteras, una agrupación que desde hace 15 años realiza el Viacrucis Migrante con la finalidad de proteger a quienes migran desde Centroamérica hacia Estados Unidos. Al ir en caravana, quienes la conforman se blindan hasta cierto punto de la delincuencia organizada –rateros, secuestradores y violadores– y de la temible policía migratoria de México antes de toparse con la atroz migra estadounidense, así como de la xenofobia, clasismo y racismo de la población que los ve con recelo cuando atraviesan sus comunidades. Es una de las vías para llegar arriba; la otra es La Bestia –el peligroso tren de carga que sale de Arriaga, Chiapas– y, si se cuenta con recursos, el coyote.
Para Roberto Soriano “la diferencia entre La Bestia y la caravana es que ahora venimos los centroamericanos unidos como hermanos”. “Andamos todos unidos los hondureños como familia. Si alguien busca problemas con uno de todos los que andamos en la caravana, tiene que meterse con todos: hondureños, salvadoreños, guatemaltecos, de Nicaragua, tiene que meterse con todos”. Antony Álvarez lo dice de esta manera: “así en caravana ya no da miedo, tenemos que aprovechar la oportunidad de que todos vamos juntos para llegar a allá arriba”; indica que a las mujeres no se les acosa: “todos somos iguales ahorita, nadie es más que nadie –de Guatemala, hondureños, salvadoreños–, todos vamos para el mismo camino”.
A diferencia de las caravanas anteriores, que pasaban inadveretidas excepto para los núcleos poblacionales que atravesaban, la caravana de la primavera pasada y ésta han recibido una promoción inusitada por parte de Donald Trump desde su cuenta de Twitter, que las ha utilizado para azuzar a sus votantes contra el “peligro migrante” que se acerca de manera cada vez más amenazante a sus fronteras – discurso que, de paso, le sirve para exhibir el servilismo del gobierno mexicano, del que se va y del que llega. Incluso el vicepresidente estadounidense Mike Pence asegura que Juan Orlando le dijo que la caravana “fue organizada por grupos de izquierda hondureños, financiada por Venezuela y enviada al norte para desafiar nuestra soberanía y nuestra frontera”. Pero, de nuevo, nada que ver.
La caravana llegó a Tapachula en la tarde del 20 de octubre.
Si bien Pueblo Sin Fronteras acusa a los gobiernos centroamericanos, de México y de Estados Unidos de coludirse para “atacar, detener y reprimir con violencia excesiva” a los migrantes, de criminalizarlos, y de llamar a “estudiantes, maestros, transportistas y obreros, a las personas de la ciudad y del campo” a brindar ayuda humanitaria y a hacer realidad que México sea un país santuario para los migrantes centroamericanos, lo cierto es que sus integrantes, que hacen las veces de vigilantes, no dejan de acudir a la policía para mantener el orden dentro de la caravana. Así, amenazan con entregar a la policía local o migratoria a quien fume mariguana o consuma bebidas alcohólicas dentro del contingente.
No obstante la consigna con la que avanzan, “los migrantes no somos criminales, somos trabajadores internacionales”, la caravana está lejos de ser una marcha con ideología de izquierda radical o revolucionaria. De hecho, llaman bastante la atención las connotaciones religiosas que la rodean. Desde el momento mismo de partir, en Honduras se comparaba la creciente caravana con el éxodo bíblico liderado por Moisés. Roberto Soriano, quien hace seis años, cuando tenía 17, se fue por primera vez a Estados Unidos en busca de trabajo montado en La Bestia, migra ahora con la Biblia en mano. La historia que más le gusta es la de Moisés, porque “saca al pueblo de Egipto, y le ponen obstáculos y todo; incluso nuestro dios le abre el mar para que pase con la multitud. Ahora que veo a la multitud pienso en todos los que nos apoyan, los que nos van abriendo la puerta para que vayamos a tener una vida mejor”. Un optimismo nacido de la desesperación.
Hasta Huixtla, el apoyo organizado que asistía a la caravana provenía prácticamente en su totalidad de grupos católicos o protestantes, a excepción del llamado del Congreso Nacional Indígena y del Concejo Indígena de Gobierno “a la solidaridad urgente hacia nuestros hermanos y hermanas que sufren el desplazamiento forzoso por la destrucción que los grandes capitales siembran en cada rincón del mundo, destrucción que se convierte en violencia, despojo y pobreza”. Roberto Soriano asegura, al igual que muchos otros, que cuando la policía federal atacó a la caravana con bombas de gases lacrimógenos, murió asfixiado un bebé de seis meses de edad. “Nos dio mucha cólera y nos daban ganas de quitar hasta el portón, pero muchas madres empezaron a orar y pedirle a dios y nos fuimos calmando”.
Incluso muchos de los que van en la caravana se desmarcan de quienes aventaron piedras a la sanguinaria Policía Federal para defenderse de las bombas lacrimógenas. Insisten en que no son delincuentes, en que son gente trabajadora que no quiere molestar a nadie, que no piensan quedarse en México, que su objetivo es llegar a la frontera norte, hasta arriba, y tratar de cruzar la línea a como dé lugar. No quieren que los tomen por delincuentes, ni por agitadores. “Es una marcha pacífica, no permitimos que nadie haga daño, si alguien hace daño es entregado a la policía, a cualquier policía, a cualquier ley”, como sucedió en Guatemala, donde entregaron a cuatro jóvenes por supuestamente hacer daño a gente de la misma caravana, según señala Manuel, un jornalero cristiano que, aclara, “andar en una marcha pacífica no es pecado” y cuenta con el beneplácito del pastor de su congregación, además de sus papeles: pasaporte, RTN (Registro Tributario Nacional) y partida de nacimiento. (“Aunque”, analiza, “desde el momento en que me pasé por el río he violado la ley y el pasaporte ya no me va a servir, sé que es un delito”, y sonríe para sí.)
En resumen, la caravana, que tenía que ser una más, terminó por convertirse en un éxodo de jóvenes hondureños que todo mundo ha tratado de utilizar para sus propios fines. La socialdemocracia hondureña para exigir la renuncia del odiado JOH, el dos veces presidente quien se mantiene en el poder gracias al apoyo de Donald Trump y a un burdo fraude denunciado incluso por la OEA. Mientras Trump utiliza la caravana para azuzar a su electorado, el gobernador chiapaneco Manuel Velasco, aliado de AMLO, aprovechó la ocasión para mostrarse todo un humanista que puso el aparato de gobierno al servicio de los migrantes, al supervisar personalmente el albergue instalado en Tapachula y al que los migrantes se negaban a acudir porque decían que era una trampa pues, una vez en el lugar, se les quitaban los celulares y se les regresaba a Honduras.
Sacando lecciones de la experiencia vivida
La acogida no tan “benévola” de la Policía Federal a la caravana centroamericana en Tapachula. Los caminantes aprendieron pronto a no confiar en el gobierno mexicano.
Víctor Manuel y Josué, ambos estudiantes de agronomía en la Facultad de Ciencias Agrarias de la Universidad Autónoma de Chiapas, con sede en Huehetán, llegan a Huixtla tras una hora de camino para ver “con nuestros propios ojos la cantidad de gente que viene, queríamos ver si eran muchos y venían en son de agresión, como se dice en el Facebook”. En el trayecto constataron cómo algunos negocios cerraron sus puertas por la llegada de los centroamericanos, pero vieron también que en la carretera la gente colocaba ropa sobre el asfalto para ayudar a los migrantes que vienen en caravana. Platicaron con varios. “Ellos no se piensan quedar, vienen para llegar a los Estados Unidos”. “Su país está muy jodido, su economía está por los suelos”, “su presidente los está acabando, definitivamente”. En México, aseguran, “estamos un poquito mejor”, “aún hay forma de sobrevivir”. (De hecho, algunos se pasan de vivos, como el chofer del trasporte público que los confundió con migrantes y quiso cobrarles 70 en vez de 15 pesos.)
No obstante, Josué cuenta que su padre hace años migró al país del norte. Su mamá pudo conseguir la visa para visitarlo. Cuando regresó, les dijo: “la verdad, los migrantes sí sufren mucho, no están con sus familiares, no es el mismo sabor de la comida”; “y pues nosotros aquí no nos damos cuenta, disfrutamos todo lo que nos dan, dinero, ropa y tecnología, pero allá sí se sufre, tanto como acá”. Y concluye: “creo que en todos lados existe eso del sufrimiento”. Coincidentemente, la portada del periódico local Diario del sur cabecea: “Sufren aquí y allá”. Como fondo, una imagen que muestra una enorme columna humana sobre la carretera.
Una columna que avanza fragmentada: en la vanguardia van los jóvenes, mujeres y hombres, más intrépidos, que gracias a los aventones son los primeros en llegar a las población meta de la jornada; luego vienen los que hacen el camino a pie, casi siempre familias completas o con niñas y niños de brazos que no se benefician con los aventones, con los jales, porque entonces las familias se separarían; al final los que caminan lento o reciben jales cortos, o los que vienen en pequeñas oleadas para engrosar la caravana y que salieron tarde de Honduras y otros país de la región porque saben que no pueden perderse esta oportunidad en que la caravana, lejos de despertar el recelo de las poblaciones por las que pasa, va recibiendo ayuda de los pobladores: agua, alimentos, ropa.
Los lugareños comentan que por la radio se lanzó la convocatoria para acopiar ayuda. La gente llevó alimento, cobijas, ropa, plástico, cartones. Los trabajadores municipales prepararon los alimentos, brigadas médicas, adecuaron los espacios; además el regidor de educación, un maestro de escuela, desde la plaza central de la comunidad daba la bienvenida a los migrantes y hacía anuncios a través del micrófono para localizar a los familiares y amigos que se habían dispersado o extraviado. Y, sin embargo, todo eso se vino abajo cuando un grupo de jóvenes no organizados, con ese instinto que da el haber sido víctimas del estado y sus instituciones, empieza a sospechar que todo eso no puede ser tan bueno. Entonces empiezan a llamar a otros jóvenes para ir a sacar de los albergues a los migrantes de la caravana que aceptaron ese techo.
Llegan al primer punto que sirve como albergue, totalmente lleno, e invitan a los cansados caminantes a que regresen a la plaza. Es una trampa, dicen. Recuerden que eso hicieron en Tapachula. Las autoridades lo niegan y tratan de retenerlos, pero es inútil. En cuestión de minutos el espacio se vacía. Asimismo, cuando ven las camionetas de la policía repletas de migrantes rumbo al segundo albergue, los jóvenes les gritan que se bajen: “¡son policías!, es una trampa, regresen”. Al final, todos se concentran en el parque. Un joven que estaba en el segundo albergue afirma que cuando llegaron no había nadie para recibirlos, sólo botellas de agua, pero que poco a poco empezó a llegar la policía y los de migración y por eso regresaron corriendo a donde estaba la mayoría, durmiendo a la intemperie, con amenaza de lluvia. Confían en que estando todos no les harán nada y, si lo intentan, al estar en un lugar abierto tendrán hacia dónde correr, no como en los lugares cerrados que sirven como albergue.
Y así, conforme avanza la caravana, van sacando lecciones de lo vivido. Ahora saben, por ejemplo, que el gobierno de México no es de fiar, porque en la guardarraya con Guatemala les prometían que abrirían la frontera para dejarlos pasar, pero los retuvieron ahí de tres a cuatro días; saben también que los albergues pueden ser una trampa, que “la unidad es la fuerza” y que si esperan ayuda sólo debe ser de sus iguales, de esa gente del pueblo que sale de sus comunidades para colocarse a la orilla de la carretera para ofrecerles agua, comida, ropa, fruta, de los que sacan sus camionetas para ayudarlos a avanzar con jales, como dicen los hondureños. La lección más dura de la jornada es cuando Melvin Josué Gómez Escobar, de 22 años, originario de la región de Chamelón, en el norte de Honduras, muere a causa de un golpe en la cabeza cuando cae del tráiler al que se había trepado para no caminar tanto bajo un sol que cae de golpe y produce desmayos. Casi nadie se detiene, tan sólo miran de reojo el cuerpo tendido del joven al lado de una mancha rojo sangre sobre el asfalto negro, y guardan silencio. Después, se aleccionan entre ellos: más vale lento, pero seguro.
Luis Maldonado no se inmuta, pero hasta para él mismo su silencio es incómodo.
–He visto cosas peores –explica después de un rato–, he visto cómo la delincuencia mata delante de su familia a tres o cuatro juntos, enfrente de todos.
Porque esa es otra: además de la miseria y falta de empleo, los trabajadores deben de pagar un “impuesto de guerra”, lo que en México se conoce como “derecho de piso”. Es el caso de Elia Montoya, hondureña de 32 años que por su edad ya no puede conseguir trabajo, razón por la que puso una pulpería, una tiendita para mantener a su familia, pero la inseguridad ya no le permitió seguir. Amenazada ella y su familia por parte de las pandillas, prácticamente tenía que trabajar para pagar el “impuesto de guerra” y su esposo tenía que darles también una parte de su sueldo. Por eso, cuando pasó la caravana, no dudó ni un momento en dejarlo todo para huir con su marido, sus dos hijas y su hermana, mayor que ella, prácticamente sin futuro.
Es el caso también de Salomé, un joven homosexual que viaja en la caravana bajo la bandera multicolor del movimiento gay. Se sumó a la caravana porque un día antes cinco pandilleros homófobos lo amenazaron de muerte para exigirle que no se travistiera. Cuando supieron que huyó, amenazaron a dos travestis más, amigos suyos que ya vienen en camino, también huyendo. O el caso del chofer que debía entregar una cuanta diaria a su patrón, lo que sólo lo dejaba con lo necesario para medio comer, aunque tampoco, porque un día completo de trabajo a la semana lo debía destinar para pagar el “impuesto de guerra”. Las historias se repiten a lo largo de la carretera.
Como dice Nahúm Rodríguez, quien hacía trabajos eléctricos, “Honduras ya no reúne las condiciones para tener una vida digna: hay desempleo por todos lados, igual que la delincuencia”. Honduras tiene la tasa de homicidios más alta de todo el mundo y San Pedro Sula, de donde salió la caravana, es la ciudad más violenta del planeta. Además, el desplazamiento forzado a causa de la delincuencia es común dentro del país, pues la gente se ve obligada a cambiar de residencia para tratar de huir de las pandillas que reclutan de manera forzada a niños y jóvenes, además de la trata de personas, sobre todo mujeres, para la prostitución.
Antes de este éxodo, Honduras expulsaba ya, de manera silenciosa, un promedio de 300 personas al día.
Convertir el miedo en ira
La caravana anda en ruedas rumbo a Huixtla, el 21 de octubre.
Antony Álvarez manda un mensaje desde Arriaga: tiene miedo. Él, al igual que sus amigos, estaba contento porque el jale que consiguieron les permitió avanzar un poblado más, prácticamente una jornada extra. Sin embargo, recién habían llegado a Arriaga, tuvieron que correr a refugiarse en una habitación de hotel en la que gastaron el poco dinero que llevaban, para protegerse así de la cacería que emprendieron los agentes de migración sobre la avanzada de la caravana. En la habitación se sienten seguros, pero no por mucho tiempo, pues les avisan que los agentes de migración también están asolando los hoteles para sacarlos. De hecho, todo es miedo: miedo a morir de hambre o a manos de la delincuencia si se quedan en Honduras; miedo de los golpes de calor seguidos de fríos aguaceros que enferman, sobre todo, a los niños; miedo de caer, de quedarse en el camino; miedo de entrar a un albergue y terminar deportado en Honduras; miedo de que los estafen, de que se aprovechen de ellos.
Pero tras el anuncio del presidente Enrique Peña Nieto del plan “Ésta es tu casa”, que “les daría posibilidades de empleo, salud, educación y regularización en México”, siempre y cuando se queden en Chiapas y Oaxaca, su miedo ha de ser ahora quedar atrapados en el sur, en dos de las entidades más pobres del país, deseando que la xenofobia exacerbada en las redes sociales no se haga realidad en las calles. Y ni esperanza de que el nuevo gobierno cambie de política. Incluso el plan peñista es la aplicación de facto de la propuesta de AMLO de crear “cortinas de empleos en el sur del país para que mexicanos y centroamericanos tengan trabajo y sean felices en los lugares donde nacieron y no tengan que migrar”. En ese mundo amoroso y feliz, lleno de corazoncitos, el más feliz sería sin duda Donald Trump, quien no se equivocó cuando dijo que le caía mejor el populista burgués AMLO que el capitalista crudo EPN.
“Es un plan de inversión que implica destinar alrededor de 30 mil millones de dólares para el desarrollo de Centroamérica y de nuestro país en proyectos productivos y crear empleos. Éste es un plan parecido al que llevó a cabo en épocas de crisis de Estados Unidos el presidente Roosevelt, quien sacó al país de la crisis dándole trabajo”, asegura AMLO –lo que además es falso, porque lo que puso fin a la Gran Depresión fue la Segunda Guerra Mundial. “Ese es el plan que tenemos en México”. El Nuevo Trato al que hace referencia AMLO fue un programa para salvar al capitalismo tras el crack del 29, al brindar empleo, entre otros, a los trabajadores migrantes, llamados ambulantes, que iban de un estado a otro de la Estados Unidos en busca de trabajo, sobre todo a California, un éxodo que quedó consignado en la novela Las uvas de la ira, de John Steinbeck.
En el fondo, al éxodo hondureño bien se le puede explicar con las palabras que anotó Steinbeck en su libro: “Las causas yacen en lo más hondo y son sencillas: las causas son el hambre en un estómago, multiplicado por un millón; el hambre de una sola alma, hambre de felicidad y un poco de seguridad, multiplicada por un millón; músculos y mente pugnando por crecer, trabajar, crear, multiplicado por un millón. La función última del hombre, clara y definitiva: músculos que buscan trabajar, mentes que pugnan por crear algo más allá de la mera necesidad: esto es el hombre.” En otras palabras: “Queremos salir adelante, queremos otra vida”. Al igual que en el éxodo que narra la novela, este éxodo va dejando sus muertos en la ruta. Hoy, como ayer, “en las carreteras la gente se movía como hormigas en busca de trabajo, de comida”. Y, al igual que en la novela, las camionetas cargadas de migrantes son un grito contra la explotación capitalista, que crisis tras crisis arranca a las masas de sus tierras y las arroja a las carreteras, que se convierten en la ruta de la huida para escapar del hambre y la miseria.
Así, este éxodo de jóvenes hondureños es el resultado de un tratado de libre comercio entre Centroamérica y los Estados Unidos, y de la crisis financiera que estalló en septiembre de 2008 y se agudizó con el golpe de estado del 2009, cuando depusieron a Zelaya y quitaron los subsidios que éste daba a los pobres. Como explica Yanela Ordóñez, licenciada en educación graduada en el 2009, justo el año del golpe, “Honduras vive una crisis exagerada”. “El golpe nos afectó mucho: prácticamente se privatizó la educación y la salud”. Desde ese año, la calidad de la educación se deterioró. Prácticamente no se puede reprobar a nadie, aunque un estudiante no haya aprendido; esto se hace con el objetivo de tener ciudadanos analfabetos para que no conozcan sus derechos y puedan exigirlos. Hija de jornalero y ama de casa, estudió para maestra con la intención de trabajar en la educación pública. Sin embargo, tras el golpe, esas plazas quedaron reservadas a los incondicionales del régimen. Consiguió dar clases en una escuela privada, pero le pagaban la mitad del salario de una maestra de las escuelas públicas. Ahora viene en esta caravana con su esposo y su hija, sus hermanas, cuñados y sobrinos. Con 30 años cumplidos, ya ni siquiera puede aspirar a trabajar como dependienta en una tienda en la que ganaba más que dando clases, pero que tampoco le ajustaba.
Bien visto, la situación de Honduras en educación y salud presagia lo que puede ocurrir en México si no se echa abajo la llamada reforma educativa y se implementa la supuesta “universalización” de la salud, un engaño que esconde la privatización de este servicio social, que va viento en popa. En Honduras, la tónica es que los hondureños acudan a atenderse a los hospitales salvadoreños o guatemaltecos, porque su propio sistema de salud está prácticamente devastado, sin infraestructura, sin insumos ni medicamentos básicos, tal como sucede a lo largo y ancho de México y ha sido denunciado con protestas masivas y constantes de los trabajadores de la salud.
Es más: el plan de AMLO para desarrollar el sur implica la implementación de las llamadas zonas especiales que darán luz verde a la rapiña de los capitales yanquis, tal como sucede ahora con las Zonas de Empleo y Desarrollo Económico que Juan Orlando impulsa en Honduras, territorios con leyes propias al servicio de los capitales, con los cuales el presidente hondureño prometió crear 600 mil nuevos empleos. Igual que AMLO, quien promete, con el programa de siembra de un millón de árboles frutales y maderables en el sureste, 400 mil trabajos, además de los empleos que generen la construcción del Tren Maya, el desarrollo del Istmo de Tehuantepec y la modernización de los puertos de Veracruz y Coatzacoalcos.
El Grupo Internacionalista en el mitin en Oaxaca, Oax., el 24 de octubre, convocado junto con la Sección XXII de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación, en defensa de los migrantes de la caravana.
En cambio, los trotskistas del Grupo Internacionalista en México, al igual que nuestros camaradas del Internationalist Group en Estados Unidos, secciones de la Liga por la IV Internacional, hemos llamado a dejar entrar a los migrantes de la caravana, a que se otorgue asilo para los refugiados y que todos deben tener plenos derechos de ciudadanía, no importa cómo llegaron al país, sea México o EE.UU. También hemos llamado por movilización obrera para defender a los inmigrantes en contra de ataques racistas y la represión estatal. Y, como siempre, hacemos lo posible de realizar estas demandas en el transcurso de la lucha por la revolución obrera en ambos lados de la frontera norte, así como en Centroamérica y más allá.
Mientras, miles de jóvenes van de una ciudad a otra, queriendo llegar arriba, en busca de un trabajo. Como en Las uvas de la ira, ya se darán cuenta que tienen que pasar del yo al nosotros, percatarse de la importancia de la huelga, de la lucha contra los esquiroles, de la necesaria unidad de los explotados y oprimidos bajo un programa obrero internacionalista. Porque para estos trabajadores internacionales, un día tienen que acabarse las oraciones que aplacan el miedo, sí, pero también la ira. Porque de lo que se trata es de convertir el miedo en ira que animaría la lucha por una revolución socialista que supere todas las fronteras del capital. ■