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octubre de 2008 La clave: forjar una dirección revolucionaria De la crisis de Wall Street
2 de OCTUBRE – En los
últimos
quince años, se han dado múltiples crisis financieras en
países alrededor del
mundo: el colapso del sistema bancario en México en
1994-1995; el
colapso de la moneda de Tailandia en 1997, que desató
una ola de
devaluaciones y crisis bursátiles en todo el sudeste
asiático; la crisis del
rublo en Rusia en 1998 debida a la caída del precio de
petróleo; la
devaluación del real en Brasil en 1999, que
desató una huida de
inversiones a corto plazo; la crisis económica de Argentina de
2000 a 2002, que
tuvo como secuela política la caída de sucesivos
presidentes; la implosión de
la burbuja informática en 2000-2001 en Estados Unidos
con la quiebra de
muchas de las empresas llamadas “dot com” basadas en el Internet y un
desplome
de las acciones en la bolsa de valores de Nueva York; y ahora, a partir
de
2007, la crisis crediticia de EE.UU. y del mundo, que
comenzó con las
hipotecas sub-prime (de alto riesgo). Sin
embargo, ésta no es sólo una crisis financiera: pone en
riesgo al sistema
capitalista mismo. Ya ha desatado una ola de bruscas caídas
bursátiles a escala
mundial. Los propios gobernantes de EE.UU., que se ostenta como la
única e
indispensable superpotencia del mundo, declaran que de no resolverse,
la actual
crisis puede tener consecuencias “catastróficas”. Lo mismo dicen
los reyes de
Wall Street, el centro financiero mundial, que se han autoproclamado
“amos del
universo”. El pánico bursátil podría culminar en
un crac como el de
1929, mientras la falta de crédito amenaza con producir una
nueva Gran
Depresión. A pesar de que ya se ha inyectado más de 500
mil millones de dólares
a los bancos norteamericanos, el sistema crediticio sigue paralizado.
Los
economistas y políticos que otrora se erigieron como profetas de
la religión
del libre mercado, hoy proceden a nacionalizar una institución
financiera tras
otra. Y la crisis sigue. En
América Latina, hay un sentimiento ampliamente difundido de Schadenfreude,
o sea de satisfacción por las dificultades, en este caso de los
arrogantes
imperialistas yanquis que buscaron disciplinar a sus súbditos
con el látigo del
“neoliberalismo”, doctrina libremercadista que insiste en la
eliminación de
toda injerencia del estado en la economía. ¡Vaya sorpresa!
En el momento de la
verdad, Washington y Wall Street no quieren tragarse su propia amarga
medicina.
Algunos analistas de “centro-izquierda” como el brasileño Emil
Sader preguntan
“¿Se acabó el neoliberalismo?” (La Jornada, 29 de
septiembre). (La
conclusión de Sader es que se agota el “modelo”, pero no se
acaba.) Entre los
grupos de la llamada “extrema izquierda” proliferan los análisis
que auguran el
“colapso capitalista” palmario, si no es que terminal. Pero ni en la
izquierda
“moderada”, ni en la supuestamente extrema, se presenta un programa
para la
acción revolucionaria. Dentro
de los Estados Unidos la clase dominante ha sido sacudida por el
inesperado
fracaso de su plan de rescate bancario en la Cámara de
Representantes el 29 de
septiembre. Los congresistas recibieron un alud de llamadas
telefónicas, cartas
y correos electrónicos que se oponían, en una
proporción de entre 200 y 400
contra uno, a pagarles sumas estratosféricas a los financieros
que produjeron
la crisis por su “codicia” desenfrenada. El mismo día del voto
en el Congreso,
la bolsa de Wall Street sufrió su mayor desplome desde 1987. En un solo día se eliminó
más de un billón
de dólares de lo que Karl Marx llamó “capital ficticio”.
Inversionistas
aterrados están colocando su dinero en bonos del Tesoro de los
EE.UU., a una
tasa de interés prácticamente nula, mientras los
préstamos overnight (de
fondos gubernamentales entre los bancos), los más seguros que
hay en el mercado
comercial, subieron al 7 por ciento por día, la cifra
más alta de la
historia. Mientras
tanto, en la economía real siguen los desalojos de cientos de
miles de familias
por ejecuciones hipotecarias. Las empresas no pueden conseguir dinero
para
financiar inversiones, y ni siquiera para realizar sus operaciones
diarias. Los
ingresos de los trabajadores e incluso de la clase media han sido
duramente
golpeados por las alzas en los precios de
los combustibles y los alimentos. La inflación real
supera el 14 por
ciento anual, según el método de cálculo que se
usaba en 1980, antes de que el
gobierno decidiera falsificarlo al eliminar los precios de la gasolina
y la
comida. La tasa real de desempleo también se cifra en dos
dígitos cuando se
incluyen las categorías de desempleados que se han “desanimado”
de buscar
trabajo, y los que han dejado de buscar un empleo por que no lo hay, y
por eso
ya no se contabilizan en las fraudulentas estadísticas
gubernamentales. Para la
clase obrera norteamericana, cuyos salarios han caído
sistemáticamente desde la
década de los 70, la crisis no es nueva sino que ya ha durado
varios años. En
América Latina, los efectos de la Gran Depresión en
Europa y América del Norte
en los años 30 se vieron parcialmente mitigados por el relativo
aislamiento de
sus economías nacionales, lo que permitió cierto proceso
de industrialización
por “sustitución de importaciones”. Ahora el efecto de la crisis
capitalista
mundial es inmediato. El pánico en la bolsa neoyorquina se
extiende con creces
a las de México, São Paulo y Buenos Aires. La crisis en
Detroit por las
dificultades en las ventas de automóviles genera despidos en las
maquiladoras
del norte de México, donde la
producción
está exclusivamente destinada al mercado estadounidense. Si los
últimos años de
auge en la demanda de materias primas ha producido un boom en
los países
productores de petróleo y metales, ahora se vislumbra un crac
producido
por la caída estrepitosa de los precios y los montos de las
exportaciones. En
la época de la “globalización”, no habrá refugio
seguro ante la devastación de
una crisis capitalista mundial. No
se trata simplemente de escoger un “modelo” u otro de economía
capitalista: es
el sistema mismo el que está en crisis. El “neoliberalismo” se
expandió en los
años 80 debido al agotamiento de las políticas
keynesianas que pretendían
regular las crisis mediante el financiamiento gubernamental –
políticas que en
los años 70 habían producido el fenómeno de la
inflación acompañada de
estancamiento económico. Esto se intensificó debido a la
decisión tomada por
gobiernos norteamericanos, tanto demócratas como republicanos,
de financiar la
guerra de Vietnam con una política de “cañones y
mantequilla” (es decir,
presupuestos que incluían un alza tanto en los gastos militares
como en los
programas sociales) de imprimir más billetes verdes. Hoy en
día, el costo de la
guerra de Irak y Afganistán está siendo financiado
enteramente mediante
préstamos. Y si en 1971, EE.UU. respondió a la crisis al
eliminar el respaldo
de la moneda norteamericana en el oro, hoy su valor y su función
de moneda de
reserva se basan únicamente en la confianza en la estabilidad de
la economía
norteamericana. Una vez que esa confianza se desvanece... Pero
los apuros en que se encuentran los dueños de la economía
norteamericana no
producirán de por sí un resultado positivo desde el punto
de vista de la clase
obrera internacional. En los años 60 y 70 también el
imperio norteamericano
estaba empantanado en una guerra colonial que iba perdiendo;
también hubo gran
efervescencia social en toda América Latina, junto con una
crisis económica
capitalista de gran envergadura. Pero en ningún país se
derrocó al capitalismo
después de la Revolución Cubana. ¿Por qué?
La falta de revoluciones proletarias
victoriosas en el Hemisferio Occidental se debió sobre todo a la
ausencia de
una dirección revolucionaria internacionalista. La
izquierda
latinoamericana estaba dominada por las políticas de lucha
guerrillera
preconizadas por el castrismo y el maoísmo, variantes del
estalinismo, fundado
en la política nacionalista y antimarxista de construir
el socialismo
“en un solo país”. El fracaso de estas luchas, que no se basaban
en el
proletariado sino en el campesinado pequeñoburgués,
llevó a la destrucción de
toda una generación de izquierdistas que querían ser
revolucionarios. Hoy
en día, las teorías de un inminente colapso final del
capitalismo ganan nueva
popularidad. Hace mucho tiempo ya, sin embargo, Lenin mostró la
falsedad de
estos conceptos. En su informe sobre la situación internacional
ante el II
Congreso de la Internacional Comunista (1920), insistió: “[Para la burguesía]
situaciones absolutamente sin salida no existen. La burguesía se
comporta como
una bestia enfurecida que ha perdido la cabeza, hace una
tontería tras otra,
empeorando la situación y acelerando su muerte. Todo eso es
así. Pero no se
puede ‘demostrar’ que no hay absolutamente posibilidad alguna de que
adormezca
a cierta minoría de explotados con determinadas concesiones, de
que aplaste
cierto movimiento o sublevación de una parte determinada de
oprimidos y
explotados. Intentar ‘demostrar’ con antelación la falta
‘absoluta’ de salida
sería vana pedantería o juego de conceptos y palabras....
El régimen burgués
atraviesa en todo el mundo una grandísima crisis revolucionaria.
Ahora hay que
‘demostrar’ con la práctica que los partidos revolucionarios que
tienen
suficiente grado de conciencia, organización, ligazón con
las masas explotadas,
decisión y habilidad a fin de aprovechar esta crisis para llevar
a cabo con
éxito la revolución victoriosa.” A finales de los años 20,
cuando Stalin resucitó la teoría de la crisis
final del capitalismo, Trotsky respondió: “¿Es que la
burguesía puede
asegurarse una nueva época de crecimiento capitalista? Negar esa
eventualidad,
contando con la situación ‘sin salida’ del capitalismo,
sería simplemente
verborrea revolucionaria” (La Tercera Internacional después
de Lenin
[1928]). Algunos
sectores socialdemócratas también adoptaron la
teoría de un colapso automático
del capitalismo, basándose en un libro del economista polaco
Henryk Grossman, La
ley de acumulación y del colapso del sistema capitalista,
publicado justo
antes del crac bursátil de 1929. Lo que caracteriza la
“teoría del
colapso”, es que es profundamente objetivista y pasiva, sea en
su
versión estalinista, socialdemócrata o en cualquiera de
las manejadas por
corrientes que se reclaman como trotskistas, como el “Comité
Internacional de
la IV Internacional” del seudotrotskista británico Gerry Healy
en los años 70.
Si fuera cierto que el sistema va a caer por sí mismo, no
habría necesidad de
organizar una vanguardia revolucionaria y ganar la dirección de
la clase
obrera. Cabe señalar que varios grupos latinoamericanos que hoy
en día se
autodenominan trotskistas, tanto la Fracción Trotskista –animada
por el Partido
de Trabajadores por el Socialismo argentino– como la Coordinadora por
la
Refundación de la Cuarta Internacional –del Partido Obrero
argentino– publican
múltiples análisis de la crisis económica sin
presentar un programa de lucha de
clases que lleve a la revolución. Anuncian la gran crisis, y
punto. Otra
corriente, la Liga Internacional de los Trabajadores, animada por el
Partido
Socialista dos Trabalhadores Unificado de Brasil, de los herederos
directos del
difunto Nahuel Moreno, presenta “Un programa de los trabajadores para
combatir
la crisis” (Opinião Socialista, 25 de septiembre), pero
éste se limita
al marco capitalista. En lugar del llamado de Trotsky en su Programa de
Transición por una revolución agraria, quieren
una “reforma agraria
radical” mediante la acción del estado (capitalista). Quieren
“estatizar el
sistema financiero”, lo que en América Latina puede ser una
medida pro
capitalista para salvar a los bancos insolventes, como lo fue en
México con la
nacionalización de la banca por José López
Portillo en 1982. Y si hablan de un
“gatillo salarial” para un “aumento automático de los salarios
de acuerdo con
la inflación”, no ligan esta medida a la lucha por barrer con el
estado
capitalista e instalar un gobierno obrero y campesino que expropie la
burguesía
y extienda la revolución internacionalmente. La
Liga por la IV Internacional insiste en que –tal como lo hicieron los
grandes
revolucionarios rusos Lenin y Trotsky– el sistema capitalista no va a
derrumbarse de manera definitiva por sí solo. A pesar de sus
múltiples crisis,
por muy profundas que sean, el capitalismo no caerá por su
propia dinámica. Es
a la clase obrera a la que le corresponde darle un empuje, para poner
fin a
este sistema de explotación y miseria y poder edificar sobre sus
restos una
sociedad igualitaria en la que la producción se determine por
las necesidades
humanas y no se rija por las ganancias de los explotadores. Publicamos
a
continuación el una traducción del artículo de
nuestros camaradas del
Internationalist Group de Estados Unidos, sección de la LIVI,
llamando a una
movilización obrera contra el rescate bancario y por un programa
de medidas
transicionales que apunten a la única salida a favor de los
explotados y
oprimidos, la revolución socialista internacional. ■ |