febrero de 2015
La
verdadera “verdad histórica” del crimen de Iguala:
Sí, fue el estado. ¿Entonces qué?
Una de las victimas de la matanza de Iguala, Guerrero, el 26 de septiembre de 2014.
Mucho se ha escrito sobre la fatídica Noche de Iguala del 26 de septiembre, en que la policía de ese municipio secuestró a los 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa y asesinó a mansalva a seis personas: tres normalistas, un adolescente de un equipo de futbol, el chofer del camión en el que se desplazaba el equipo deportivo, y una mujer que viajaba en un taxi. El rostro de uno de los estudiantes, Julio César Mondragón, fue desollado en un grotesco “mensaje” de los asesinos. Pruebas de ADN practicadas a unos restos humanos carbonizados supuestamente encontrados en el Río San Juan permitieron identificar a Alexander Mora Venancio, joven estudiante de 21 años proveniente del municipio de Tecoanapa. De los 42 restantes, no hay ningún rastro.
Versiones de los acontecimientos de parte de las autoridades, en cambio, hay varias. Casi de inmediato, señalaron al alcalde perredista de Iguala, José Luis Abarca, y su esposa, María de los Ángeles Pineda, como responsables inmediatos por los espantosos acontecimientos. Se informó oficiosamente a los medios que la “pareja imperial” dio instrucciones a la policía municipal de “deshacerse” de los estudiantes porque supuestamente temían que los normalistas iban a interferir con una fiesta de la primera dama de la ciudad para celebrar su gestión del DIF. Pronto señalaron las conexiones de ella y toda su familia con el cártel Guerreros Unidos. La policía habría entregado los normalistas a sicarios de esta banda para terminar el trabajo sucio.
Se trata pues, de una historia que corresponde a la ya tradicional narrativa de una “guerra” entre el gobierno mexicano y los múltiples grupos de narcos. La conclusión sería la de que hay que incrementar la presencia de la Policía Federal, la flamante Gendarmería Nacional y el Ejército. Sin embargo, la relación entre los diferentes institutos armados del gobierno federal y los cárteles es más bien una de alianzas y conflictos fluctuantes, e históricamente las fuerzas armadas federales representan la amenaza mayor para los trabajadores, campesinos e indígenas guerrerenses (ver recuadro “En Guerrero, la guerra sucia nunca terminó”).
Luego vino la búsqueda de fosas clandestinas, de las que hay muchas en este sufrido estado asolado por el narcotráfico y violencia castrense. El 5 de octubre descubrieron cinco fosas con 28 cadáveres en la zona de Pueblo Viejo de Iguala. Una semana después el procurador federal Jesús Murillo Karam informa que ninguno de los cuerpos es de los estudiantes de Ayotzinapa. (¿De quiénes eran, entonces?) El mismo día se localizan otras cuatro fosas en el Cerro La Parota, también cerca de Iguala. Tampoco resultan ser de los normalistas. Mientras tanto la PGR comienza a arrestar policías de Iguala, y luego policías del municipio colindante de Cocula, todos supuestamente involucrados con el cártel de Guerreros Unidos y acusados de desaparición forzada.
Ya para principios de noviembre la procuraduría federal decidió cuál iba a ser la historia: que los policías municipales de Iguala entregaron los estudiantes a policías de Cocula, quienes luego les entregaron a sicarios de Guerreros Unidos, quienes los mataron, quemaron los cuerpos y trituraron los restos calcinados en el basurero de Cocula, colocaron las cenizas en bolsas de plástico que finalmente vaciaron en el cercano Río San Juan. Las pruebas serían las confesiones de un trío de narcos, los primeros en ser detenidos, que amablemente admitieron haber recibido y ejecutado a los normalistas. Lo atractivo para el gobierno de esta versión, además de que exonera el estado del asesinato mismo, es que no se precisaba evidencia física alguna. ¡Qué conveniente!
Los padres rechazaron el alegato del titular de la PGR declarando muertos a sus hijos ya que no había ninguna prueba científica concluyente. Los cientos de miles de manifestantes tampoco se dejaron engañar. Pronto convirtieron en las redes sociales la frase pronunciada por Murillo Karam dando fin a su conferencia de prensa del 7 de noviembre, “Ya me cansé”, en un grito de batalla. En cuestión de días, expertos cuestionaron la historia en todos sus detalles. Si lleva entre dos y cinco horas en un crematorio donde el horno alcanza 600 a 900 grados centígrados calcinar un cuerpo, sería dificilísimo mantener un fuego a temperaturas tan altas (de hasta 1,600 grados centígrados, según la PGR) durante muchas horas para quemar a 43.
Con el tiempo, especialistas pusieron a prueba la hipótesis de Murillo y a mediados enero, el doctor Jorge Antonio Montemayor Aldrete del Instituto de Física de la Universidad Nacional dio una conferencia en la que declaró terminantemente que la posibilidad que los cuerpos de los 42 normalistas hayan sido cremados en el basurero de Cocula “es nula” (La Jornada, 14 de enero). Para eso habrían precisado de 995 llantas o 33 toneladas de leña y un terreno de 540 metros2, diez veces mayor que el área señalada. De ser neumáticos habrían dejado gran cantidad de alambre de acero. Y no podría haber tanta vegetación como se ve en fotos aéreas posteriores debido al daño causado por una hoguera de tan alta temperatura.
Luego de que Murillo Karam anunciara su “verdad histórica”, el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) que actúa como perito independiente, emitió un documento (7 de febrero) de severas críticas a la investigación de la PGR. Señalaron que el EAAF no estuvo presente cuando abrieron la bolsa con los únicos restos identificados como de un estudiante; que la procuraduría hizo errores en casi la mitad de los perfiles genéticos de familiares; que el terreno investigado había sido usado en fuegos anteriores; que ahí descubrieron restos que no eran de los estudiantes; que el basurero no fue resguardado durante semanas, etc. Por eso, la conclusión de la PGR es sólo una “lectura parcial” y “la investigación sobre Ayotzinapa no puede darse por concluida”.1
Aún más fundamental es la cuestión de la participación de instancias estatales y federales en la matanza, lo que el gobierno niega por completo. La revista Proceso (14 de diciembre de 2014) publicó un artículo, escrito por Anabel Hernández y Steve Fischer, “La historia no oficial”, con el apoyo del Programa de Periodismo Investigativo de la Universidad de California a Berkeley. El artículo cita documentos de la investigación estatal que constan que el Centro de Control, Comando, Comunicaciones y Cómputo (C4) en Chilpancingo informó la Policía Ministerial de Guerrero, la Policía Federal y el Ejército de lo que pasó a los estudiantes desde su salida de Ayotzinapa, a su llegada en Iguala, del ataque a tiros de la policía municipal, todo en tiempo real.
Es más, contradiciendo las declaraciones al Congreso del secretario de defensa Salvador Cienfuegos, quien sostuvo que el 27 Batallón de Infantería (ubicado a cinco minutos del lugar de un ataque a balazos a los autobuses donde viajaban los estudiantes) sólo supo del ataque dos horas después, Proceso confirma que militares se encararon con los estudiantes (en un hospital privado), donde se les exigía dar sus nombres reales y (como informó el autor norteamericano en una entrevista radial) confiscaron sus teléfonos celulares. Aún más, con base en 12 videos de celulares de los normalistas y testimonios de sobrevivientes, informan que los estudiantes afirmaron que fueron atacados no sólo por policías municipales sino también por la PF y el ejército.
En un artículo subsiguiente (Proceso, 21 de diciembre de 2014), los autores informan que el Ejército impidió una inspección completa de las instalaciones del 27 Batallón ordenada por el Ministerio Público. Finalmente, en Proceso (1° de febrero), los autores comprueban, con base en informes de peritos legistas de la misma PGR, que “al menos una decena de detenidos mostraron huellas de tortura, de acuerdo con los propios expedientes”, y que “prácticamente todos” los policías “sufrieron golpizas” y algunos “se desmayaron por los toques eléctricos”. Varios de los narcos también fueron torturados, entre ellos por lo menos uno de los tres supuestos asesinos y el “operador logístico” del cártel, el único testigo que involucró al alcalde Abarca.
El gobierno se jacta de que hay 99 detenidos en el caso. Pero es muy posible, y hasta probable, que después de años de procesos y apelaciones al fin todos los acusados salgan libres porque las únicas pruebas contra ellos (sus autoinculpatorias confesiones) fueron obtenidas mediante tortura. Eso ha sido el caso en tantos procesos anteriores, en las que las sentencias son nulificadas debido a fabricación de evidencia, fallas de debido proceso u otras irregularidades, que debe ser intencional por parte de las autoridades. Piénsese tan sólo en los 36 detenidos por la masacre de Acteal en 1997 que entre 2009 y 2012 fueron amparados y liberados por invalidación de las pruebas presentadas por la PGR, de modo que hoy ninguno de los asesinos está detenido.
¿Y la “pareja imperial”? Hasta el momento José Luis Abarca y María de los Ángeles Pineda no han sido formalmente acusados de nada con respecto a la masacre de los estudiantes. A él lo van a procesar por delincuencia organizada, a ella por lavado de dinero. Si presionados luego agregan alguno que otro cargo referente al secuestro, será para que un juez luego lo desestime por falta de pruebas. Mientras tanto, Murillo declara que los estudiantes de Ayotzinapa “no son damas de la caridad”, exhibe trozos videograbados de las declaraciones de los sicarios donde relajados cuentan que asesinaron a los normalistas porque “estaban relacionados con Los Rojos” –interpretado como referencia a otro cártel– y donde acusan al director de la Normal de tener nexos con Los Rojos. Y luego ¡la PGR “invita” al señor para que declare sobre las infames imputaciones!
Otro reportaje minucioso de los eventos, “La noche más triste” (Nexos, enero de 2015), escrito por Esteban Illades, detalla en gran parte la historia oficial con una pátina de “objetividad” (y mapas de Google) derivada de filtraciones de los expedientes de la PGR. Nexos es la revista del escritor Héctor Aguilar Camín, gran amigo de Carlos Salinas de Gortari y frecuente defensor del gobierno mexicano de turno. La misma revista publicó un artículo asqueroso (Nexos, enero de 2010) del excomandante guerrillero salvadoreño, asesino del poeta Roque Dalton y ahora asesor en contrainsurgencia Joaquín Villalobos justificando la guerra “contra la droga” de Felipe Calderón. No obstante, el artículo sobre Iguala aporta algunas informaciones valiosas.
El relato de Nexos confirma que los estudiantes “llegaban tarde” para la celebración de María de los Ángeles Pineda (en realidad, más de una hora después de terminado su informe). Da más detalles sobre el encontronazo en el hospital con militares del 27 Batallón, que hostilizaron a los que llamaron “Ayotzinapos” y amenazaron con entregarlos a la policía municipal. Hay supuestos detalles inverosímiles del interrogatorio de los estudiantes por los sicarios. Pero quizás lo más importante del largo artículo es que señala que en los días anteriores a la matanza, y más temprano en el mismo día 26, hubo una serie de enfrentamientos entre normalistas y la policía en torno a la búsqueda de autobuses para llevar los estudiantes al DF para el 2 de octubre.
El 23 de septiembre la Policía Federal “en operativo en la capital”, impidió a los estudiantes llevar dos autobuses a Ayotzinapa. El día 24, “Los federales, tras el incidente del día anterior, duplicaron los patrullajes” alrededor de Chilpancingo. El 25, “y con el operativo todavía en marcha”, los estudiantes tuvieron que ir más lejos. En la tarde del día 26, los normalistas salieron a la capital otra vez, pero fueron impedidos por la policía estatal. Sólo después de fracasada esta expedición es que decidieron ir a Iguala en la noche. Y como reportó Proceso, desde el momento en que salieron de Ayotzi hubo informes a las policías municipal, estatal y federal, a las 17.59 hrs., a las 20 hrs, a las 21:22, las 21.30 y las 21:40 informando de los primeros balazos.
Entonces queda desmentida la “verdad histórica” de la Procuraduría General de la República según la cual “fue el narco” el responsable de la masacre de Iguala. Hay pruebas contundentes de que las policías estatal y federal estuvieron informadas en tiempo real de los acontecimientos, y que el Ejército participó en la persecución de los normalistas. Que narcotraficantes pudieron ser los gatilleros no sorprendería, dadas las múltiples conexiones entre estos y las autoridades estatales. No obstante, queda establecido que desde el principio fue el estado mexicano, del nivel municipal al estatal y hasta el federal el que originó la arremetida en contra de los estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, Guerrero.
Pero constatar lo innegable sólo es el comienzo de la sabiduría. Hay que determinar qué es el estado. No se trata simplemente del gobierno de turno, que puede ser remplazado –y ha sido remplazado– por otro con alteraciones políticas de mayor o menor grado, o ninguna. El estado, en cambio, como explica Friedrich Engels en su obra El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1885), y elabora V.I. Lenin en su folleto El estado y la revolución (1917), consiste en los “destacamentos especiales de hombres armados (policía y ejército permanente)” que defienden los intereses y encarna el domino de una clase sobre otras.
La persistencia de las masacres en México, bajo mandatarios de todos los partidos burgueses, subraya que esto no es debido al gobierno, sino que es el mismo estado capitalista, es el aparato represivo del sistema capitalista el que siembra cuerpos por todo el territorio mexicano, y lo ha hecho desde tiempo atrás. Y detrás de él, está la sanguinaria mano del imperialismo con sus interminables guerras contra los oprimidos y explotados (ver “Ayotzinapa y la embestida imperialista contra la educación pública”, en este número).
Siendo así el caso, cabe preguntar ¿cómo obtener justicia y vengar a los caídos de Ayotzinapa? Pedir que el estado se investigue a sí mismo es un sinsentido de primera. ¿Esperar que las instancias de “justicia” imperialistas dictaminen contra los gobernantes que administran lo que el imperialismo yanqui considera su “patio trasero”? También está condenado al fracaso. Una “comisión de la verdad” que años más tarde confirme una versión depurada de lo que ya es evidente no reviste el menor interés. Frente a un enemigo tan poderoso e implacable, sólo hay un recurso: apelar a la movilización revolucionaria de la clase obrera. He aquí la verdadera “verdad histórica” del crimen de Iguala. ■